Matemática

 

Es indudable que el hombre aprendió a contar y a conocer los eventos estelares antes que escribir, pues así lo indican claramente su conocimiento de las posiciones de los astros, del inicio de las estaciones y sus calendarios lunares, pues, según A. Marshack ya existían en el neolítico de grabados en hueso; y también lo demuestra la existencia de cromlechs, como el de Stonehenge, el más famoso de todos, para cuya construcción eran precisos conocimientos astronómicos y de cálculos.

El nacimiento de la agricultura y la ganadería también hicieron necesarios dichos conocimientos para saber cuándo se debía sembrar, realizar el recuento de las cosechas o aparear al ganado. Así también con la navegación, en la que era indispensable conocer cuándo y dónde se producían las mareas y corrientes marinas que podían imposibilitar o facilitar la navegación de las pequeñas embarcaciones de que disponían. De aquí su atenta observación y conocimiento de las fases lunares, del curso solar y de los demás astros visibles. Podemos imaginarnos que empezaron sirviéndose de simples series de trazos a los que añadirían una representación de lo que se contaba.

Los primeros sistemas reales de numeración que conocemos pertenecen a egipcios y sumerios. Dichos sistemas de numeración no pueden ser más sencillos. Una mano contiene cinco dedos y dos manos 10; es por ello que los egipcios tomaron el 10 como base para su numeración, mientras que los sumerios adoptaron un sistema sexagesimal, es decir, de base sesenta. 

Sesenta constituía la primera gran unidad, y sesenta veces sesenta (3.600) fue por mucho tiempo el número más allá del cual no se concebía pudiera haber más números, y de aquí su nombre de sar (círculo, totalidad).

Poco a poco, el sistema decimal fue suplantando al sexagesimal en la vida corriente, pero en los cálculos matemáticos de sacerdotes y sabios el sistema sexagesimal siguió manteniéndose como indispensable para verificar cálculos complicados, a la vez que se convertía en una especie de numeración secreta.

Sin embargo, se encontraron con números que era imposible transcribir con dicho sistema, el primero de los cuales era 1/7; es imposible expresar la séptima parte de algo mediante fracciones sexagesimales, pues se necesita una serie interminable: 1/7 = 8/60 + 34/3.600 + 17/216.000 + ... que los escribas anotaban como 8,34,17.

Esta irreductibilidad del número 7 hizo que lo consideraran de mal agüero y lo atribuyeran a los demonios divinos, los cuales eran siete veces siete, es decir, totalmente irreductubles. De aquí se deducía que el más prudente era no emprender ningún trabajo en los días 7, 14 y 28 de cada mes. Ese fue el origen de la semana, y si bien el Génesis y demás libros sagrados de los hebreos hicieron desaparecer el sentido maléfico del siete, todavía lo sacralizaron más.

Los antiguos griegos adoptaron el mismo sistema de numeración decimal pero con otros símbolos.

Para los pueblos mesopotámicos, números y letras se equiparan y adquieren significados propios, y aunque esta equivalencia parece desaparecer con dichos pueblos, reaparece en la Antigua Grecia cuando adopta el alfabeto que ha permanecido vigente hasta nuestros días, anulando el anterior sistema de numeración y asimilando un número a cada letra en forma correlativa.